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Donde están los alumnos

Todavía recuerdo esa sensación de caminar las seis cuadras que separan mi hogar del Nacional Avellaneda, y a menos de dos cuadras ir encontrándome con compañeros del colegio o de mi propia división. Y la cuadra final, cuando era necesario bajarse al pavimento para seguir avanzando.

No tengo la menor idea de cuántos éramos, pero sin dudas era un batallón de estudiantes. El primer año me tocó todos varones y de uniforme, pero al año siguiente ya fue un año full democracia, y con los aires de liberación llegaron las chicas -que usaron jumper apenas unos meses- y luego volaron los uniformes, las corbatas y la mayoría de los escuditos (Aunque al mio lo conservo desprendido de la felpa que venía con el gancho para prendérselo).

Insisto: no puedo precisar el número, pero la sola idea de una esquina tomada de estudiantes, por El Salvador, por Humboldt, creo que ya ofrece una imagen… ¿700? ¿900? ¿1.200?

Y no era el Avellaneda solamente. El Naciones Unidas -lindante con el edificio donde regresaba cada tarde- tenía a su mayoría de chicas, de guardapolvos blancos, con apenas algunos chicos. Y eran cientos.

Hoy al mediodía, los chicos de ese mismo colegio hicieron una vuelta olímpica al estilo Nacional Buenos Aires, pero con aires de pobre. Pobre no sólo por la diferencia de status, sino principalmente por la carencia de alumnos. Miré desde arriba, y no serían más de 80 los que estaban en el horario más concurrido, el del recambio de turnos. Pensé en los demás colegios, y la imagen no difiere: tampoco voy a arriesgar más cifras, pero la imagen no es la misma que hace 20 años, cuando dos calles se aborrataban de pibes tan vagos como antes y como ahora, pero que al menos tenían acceso al estudio.

El dia que nos descubrimos frágiles

Como todo chico, en mi pre-adolescencia yo era muy ingenuo. Y cuando caminaba por las calles de Buenos Aires, y veía una operación complicada, que requería cierta pericia, confiaba en esos hombres y sus destrezas. “Son personas que están entrenadas para hacer eso”, decía yo mientras caminaba tranquilo debajo de una marquesina que era descolgada, sin que nadie cerrara el paso en la vereda, por ejemplo.

Pero un dia me di cuenta que no era mi ingenuidad la que creía eso. Era una creencia de todos los habitantes argentinos.

Cromagñon nos hizo abrir los ojos. Pero elegimos mirar para otro lado. En la ciudad hay pequeños cromagñones a cada cuadra, a cada paso. ¿En qué difieren con la tragedia de Cromagñon? En que no hay tres mil personas en un recinto en riesgo de morir, sino que tal vez sean tres, cuatro, diez. Y de ese total, por una marquesina que sea cae muere uno, dos con mucha desgracia, por una obra sin habilitación que comete una impericia puede morir otro más… pero son serán nunca tapa de diarios ni tema central de noticieros. No son asuntos que deriven en crisis políticas.

Así, el jefe de gobierno de turno estará feliz, tranquilo, y millones de habitantes de la urbe seguirán danzando con pequeños riesgos alrededor, que muchas veces conviene no mirar.